En los últimos tiempos, debido al debate político sobre la condición nacional de España, y al auge del independentismo catalán, la presencia en los medios de las palabras “país” y “nación” ha aumentado sensiblemente. A la vez, ambos conceptos se han vuelto términos confusos y ambiguos para la ciudadanía, que ve cómo son empleados en diferentes sentidos según los diversos planteamientos políticos.
Tomemos como ejemplo los cuatro grandes partidos del panorama político español: para el Partido Popular y Ciudadanos, la existencia de España como nación política parece no admitir dudas. Algunos representantes de Podemos han hablado de España como “país de países” y, por último, el PSOE, con su propuesta federalista, presenta a España como una “nación de naciones” donde, según palabras de su secretario general, Pedro Sánchez, “lo importante es que las sociedades, los territorios, acuerden qué son y cómo se definen”. Lo que hasta ahora se ha llamado España estaría así formada, “al menos”, por Cataluña, País Vasco y Galicia y el resto, que conservaría el topónimo “España”.
¿Cuál es el fundamento de esta propuesta? La respuesta es simple: estos territorios son naciones por dos motivos: su mera voluntad de serlo y el haber reivindicado históricamente el autogobierno con mayor o menor vehemencia. En definitiva, este planteamiento se basa en la presentación de unos sujetos políticos (naciones), cuya existencia real no es necesario demostrar. Las demostraciones son, de hecho, algo completamente ajeno a este tipo de discursos, que se conforman con enunciar tesis políticas presentadas como evidentes por sí mismas.
Pero, ¿qué pasaría si quisiéramos demostrar empíricamente la existencia de las naciones planteadas en el discurso político? Hagamos el experimento.
Comencemos por las diferentes acepciones de “país” y “nación”: las dos primeras (Diccionario RAE, 23ª edición) definen “país” como “territorio constituido en Estado soberano”, y “nación” como “conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo Gobierno”. Vemos que son significados de carácter claramente político. De su lectura salta a la vista que el concepto “nación de naciones” es contradictorio: una nación sólo puede tener un gobierno y, por otro lado, un país es un “territorio constituido en Estado soberano”. Por lo tanto bajo un gobierno —no importa que se trate de un estado federal, autonómico o unitario—, sólo puede haber una única nación; dicho de otra forma, por definición, una nación en sentido político no puede contener otras naciones en su interior. Caso similar ocurre cuando se habla de “país de países”.
Probemos por otro camino: “nación” se define también como “conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común” (3ª acepción) y “país” como “territorio, con características geográficas y culturales propias, que puede constituir una entidad política dentro de un Estado” (2ª acepción).
Estos significados sí nos permiten hacernos las cuestiones pertinentes. ¿Se ha preguntado el lector alguna vez de qué depende que existan países que perduren durante siglos mientras que otros desaparecen al poco de establecerse sus fronteras? Algunas claves pueden ser: la existencia de buenas tierras para la agricultura, la presencia de agua abundante, la bondad del clima imperante, su posición en el contexto global, la existencia de fronteras naturales fácilmente defendibles, etc. En otros casos las condiciones serán muy distintas, pero también estaremos ante países geográficos que perduran en el tiempo (son históricamente resilientes) y propensos a desarrollar tradiciones culturales más o menos cambiantes. Buenos ejemplos de ello son la India, China o Japón.
En el extremo opuesto aparecen estados fallidos como la antigua Yugoslavia, algunos países de Oriente Próximo de reciente creación (Siria, Irak, Libia, etc.) o gran parte de los Estados africanos. Todos comparten un denominador común: haber sido trazados sobre el mapa sin tener en cuenta un análisis geohistórico del territorio. En cualquier caso, la observación de la realidad permite extraer una evidencia ignorada por los planteamientos plurinacionales españoles: las naciones (políticas) requieren de un fundamento geográfico e histórico, sin el cual resultan insostenibles e inviables a largo plazo. El fundamento, empírico y observable, de cualquier nación (política) es su condición previa de país (geográfico). Ignorar esta realidad va a provocar problemas políticos, sociales, económicos, ambientales, etc., o como diría Robert Kaplan, va a conjurar la “venganza” de la geografía.
Analizando bajo esta óptica la Península Ibérica y España en particular, obtenemos una visión ajena al plano político, que nos libera de los corsés ideológicos —y de otros tipos— que, en no pocas ocasiones, generan una alarmante distorsión cognitiva a la hora de interpretar la realidad. Por otro lado, no se trata este de un planteamiento nuevo: existe toda una tradición al respecto dispersa en diversos géneros literarios. No entraremos aquí a dar sus claves pues excedería el propósito de este artículo; en este sentido remitimos al público interesado a la lectura de La tierra de las Españas. Visiones de la Península Ibérica (Ecúmene Ediciones, 2017).
En base a lo anterior, la Península en su conjunto podría considerarse como uno de los países geográficos más nítidos del mundo: por su condición peninsular, por la singularidad de su medio físico, y por la unificación cultural existente, de forma clara, desde época romana. Pero a su vez, dicho país se compone, debido a su enorme diversidad física interna, de múltiples países geográficos de menor tamaño, los cuales, también presentan características físicas, culturales, históricas propias, pero claramente interrelacionadas entre sí.
En cuanto al plano político, se observan históricamente dos tendencias que conviven en el tiempo: una a la unión y otra a la disgregación. Durante los últimos siglos, sin embargo, parece dominar la tendencia al agrupamiento político, gracias al cual los intereses particulares de los diferentes territorios se benefician por la integración en un conjunto más amplio. En los términos antes mencionados, muchos de estos países podrían ser viables geográficamente de forma individual, pero la viabilidad del conjunto de España en el contexto geopolítico global es mayor, lo cual podría presentarse como una causa de la tendencia a la unidad y su predominancia. Es cierto que las tensiones territoriales son recurrentes históricamente, pero, hasta hoy, ningún episodio secesionista ha prosperado, salvo la rebelión de 1640, por la cual Portugal se separó de España. Este hecho constituye una curiosa, y quién sabe si temporal, anomalía geohistórica digna de un futuro análisis.
A lo largo de la historia, han cristalizado en la Península diferentes formas de gobierno y de organización territorial, desde los pueblos peninsulares prerromanos hasta la actualidad, pasando por las provincias romanas, el reino visigodo, Al-Ándalus, los reinos cristianos, las Españas y finalmente los actuales estados de España y Portugal. Según esta realidad y pasando al campo propositivo, ¿cuál sería la manera correcta de gestionar nuestro territorio a nivel político, social, cultural, etc.? Podríamos dar aquí a vuelapluma algunas líneas maestras, pero dejaremos esta importante cuestión para futuros artículos.
Por lo pronto, diremos que la antigua denominación de las Españas es una pista importante para desvelar la clave oculta bajo los límites ibéricos. Ya lo escribió Salvador de Madariaga: “España es una bajo las Españas, y este es el primer misterio que habrá que resolver”, y añadimos nosotros: ambas, como viejos amigos que se encuentran tendrán, sin duda, muchas cosas que contarse.
Rafael Medina Borrego, 25 de octubre de 2017.